26 enero 2008

Mi localidad (2/5)

Aparte de las viviendas que después de la evacuación vuelven a estar habitadas y dan la impresión de que la guerra terminó ayer, se levantan las rejas de hierro de las instalaciones que hoy reciben el nombre de museo. Autos y autobuses aparcados, en este momento entran por el portal los chicos de una clase, un grupo de soldados con gorras de un rojo de vino sale tras su visita. A la izquierda una larga barraca de madera, y en el mos­trador de una ventana venden prospectos y postales. Salas de espera demasiado caldeadas. La barraca toca casi a una pared baja de cemento, con un talud cubierto de yerbajos que se eleva hasta el techo plano con la corta y gruesa chimenea rectangular. Consultando el plano del campo compruebo que ya estoy ante el cre­matorio, el crematorio pequeño, el primer crematorio, el crematorio de capacidad limitada. La barraca que está enfrente era la barraca de la sección política, allí se encontraba el llamado servicio de registro, donde se consignaban las entradas y salidas. Allí se sentaban las secretarias, por allí entraban y salían las gentes con el emblema de la calavera.
He venido aquí por voluntad propia. No me han car­gado en ningún tren. No me han llevado a palos hasta aquí. Llego veinte años demasiado tarde.
Rejas de hierro en las pequeñas ventanas del cre­matorio. A un lado, una pesada puerta corroída, colgando torcida de los goznes, y dentro un frío húmedo. Un suelo de losas agrietadas. A la derecha, una cámara con un gran horno de hierro. Raíles que llevan hacia el horno, y en ellos un vehículo metálico en forma de abrevadero, de la longitud de una persona. En el sótano dos hornos más, con los vagones-ataúd en sus raíles, las puertas de los hornos muy abiertas, dentro un polvo gris, en uno de los vagones un reseco ramo de flores.
Sin pensamientos. Sin más impresión que la de que me encuentro aquí solo, que hace frío, que los hornos están fríos, que los vagones están parados y herrum­brosos. De las paredes negras mana humedad. Allí se abre una puerta. Lleva a la sala contigua. Una sala alar­gada, la mido con mis pasos. Veinte pasos de largo. Cinco pasos de ancho. Las paredes encaladas y descon­chadas. El suelo de cemento desigual, lleno de charcos. En el techo, entre las macizas vigas, cuatro aperturas en la gruesa piedra, dispuestas en forma de tablero de aje­drez, tapadas con madera. Frío. El aliento que me sale de la boca. Fuera, lejanas voces, pasos. Camino despacio por esta tumba. No siento nada. Sólo veo este suelo, estas paredes. Compruebo: por las aberturas del techo se arrojaba el producto granuloso que en el aire húmedo despedía su gas. En un extremo de la sala una puerta de acero con una mirilla, y detrás una corta escalera que lleva al aire libre. Libre.
Allí está una horca. Una caja de planchas con una trampa que se abre hacia adentro, y encima el poste con la viga horizontal. Un letrero dice que allí fue ahor­cado el comandante del campo. Cuando estaba de pie encima de la caja, con la cuerda al cuello, pudo ver, tras la doble alambrada, la avenida principal del campo, bordeada de álamos.
Subo por la rampa hasta el techo del crematorio. Las tapaderas de madera, recubiertas con lona alquitranada, pueden abrirse. Debajo está la mazmorra. Sanitarios con máscaras de gas abrían los botes verdes de latón, ver­tían el contenido encima de las caras vueltas hacia arri­ba y cerraban rápidamente las tapaderas.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

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