29 febrero 2008

Imago Mundi. (2/9). Germán Arciniegas

Colón y La esfera encantada.
—Los libros que Colón conoce —tres o cuatro fuera de las Sagradas Escrituras y textos fragmentarios de los Santos Padres— le llenan la cabeza con el desdoblamiento maravilloso de la gran novela mágica europea. Mira al otro mundo a través de ese espejismo. Aun los viajeros que de veras han explorado el Asia —sobre todo Marco Polo— hablan de provincias de Oriente pobladas de una fauna, una flora, un reino mineral que luego reproducen los Bestiarios, las Florestas y Jardines en donde habita el unicornio, los Lapidarios. Ni hablemos de los exploradores legendarios —Juan de Mandeville, Fray Giovanni— cuyos escritos están circulando desde hace cientos de años por cortes, monasterios, universidades... De todos esos libros, el que más golpea en la curiosidad de Colón, el que descubre su curiosidad naciente es un cierto Imago Mundi, del cardenal Pierre d'Ailly, conocido mejor como Pedro Alliaco, así latinizado y castellanizado por el fraile y el almirante (Las Casas y Colón), según el estilo español.
En su ejemplar de Imago Mundi, Colón escribió, de su puño y letra, en las márgenes, 898 notas. Hay páginas en que el texto queda ahogado por este contexto. El no discute en las notas lo que escribe el cardenal «—rarísima vez lo hace—, sino que lo subraya. Pone de testigo al cardenal para fundamentar sus proyectos. D'Ailly es el mago que le da la mano y empuja a la aventura. Lo hermoso es encontrarse con un Colón que antes del gran viaje se nos presenta como un pensador, sentado sobre la piedra filosofal, y en la mano una esfera transparente que observa hipnotizado. No es precisamente la de la tierra, cuya circunferencia va a seguir. La esfera que contempla es la varias veces celestial que D'Ailly ha tomado de los sabios anteriores. En los libros más antiguos aparece dibujada como siete esferas metidas —pensemos en un juguete chino— una dentro de otra. Son esferas transparentes de colores que corresponden a los siete cielos, bóvedas en que se mueven la luna, los planetas, el sol, las estrellas. Colón mira en la esfera su destino y crece en él un poder divino, fuera de la razón, sobrenatural. El poder que algún día le permitirá codearse con reyes y reinas, y —¿por qué no?— dialogar con el Creador del universo, con el Padre Eterno.
D'Ailly es un personaje de cien años atrás. Político y universitario, combatió la magia como filósofo de la nueva ola, y al propio tiempo la buscó. Libró la primera gran batalla por la reforma del calendario —hubiera podido recordarse hoy tanto como al papa Gregorio— y salió a la palestra en defensa del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Razonaba y soñaba. Sacaría, a lo mejor, mayor certeza de sueños que de raciocinios. A Colón estas cualidades —si las supo— le arrobarían. Colón era el conquistador conquistado. Con la esfera en la mano asistía al descubrimiento de sí mismo y de las potencias que iban a ser instrumento formidable de su propia ambición. Había en él una mezcla de incontenible deseo de riquezas y honores, y de fantasía desatada, como hubo en D'Ailly el acaparador de riquezas, y el soñador que rompía lanzas por la unidad de la iglesia, el idealista que preconizaba el poder democrático de los concilios enfrentándolo a la autoridad monárquica del papa.
En una página de Imago Mundi presenta D'Ailly su esfera con este comentario: «En esta figura solo se reproducen las nueve esferas celestes que conforman hoy las teorías de los astrólogos. Aristóteles solo admitió ocho. Saturno, naturalmente frío, tiene efectos sobre las sequías. Su esfera es blanca y su influencia maligna. Júpiter es cálido y húmedo: su esfera clara y pura atempera el carácter maligno de Saturno. Marte, cálido y seco, es a la vez ígneo y radiante: esfera nociva y de influencia belicosa. El Sol es cálido y luminoso: en su esfera se opera la variedad de las estaciones: ilumina las estrellas. Es de un volumen superior a cada una de ellas. La esfera de Venus es cálida y húmeda. Venus es por sí misma el más resplandeciente de los astros y acompaña siempre al Sol: si le precede es lucífera; si le sigue, véspera. Mercurio es radiante y gravita siempre con el Sol llevándole una distancia constante de XXVII grados: por esto rara vez es visible. La Luna es húmeda y fría y madre de las aguas. Iluminada por el Sol, alumbra de noche. Los astrólogos atribuyen propiedades e influencias diversas y múltiples a dichos signos y divisiones del zoodiaco, propiedades que no hay que admitir con fe demasiado crédula, ni rechazar con incredulidad excesiva...»
Esta Imagen del Mundo que cae en manos de Colón es una de las muchas que se han escrito y dibujado, de siglos atrás, y en ningún caso la más célebre. Pero a distancia de las anteriores, tiene ya una como temblorosa aproximación al Renacimiento que comienza su alborada. D'Ailly está en el punto mismo en que no hay que tener una fe demasiado crédula, ni una incredulidad excesiva. Con esta circunstancia: su ciencia, que viene de muy atrás —como cualquier resumen que se haga en ese momento-— tiene que partir del tiempo mágico, donde se dan la mano astrónomos y astrólogos. Una Imago Mundi mucho más antigua que la suya, es la de Gautier de Metz —siglo XIII—. Arthur Piaget publicó no hace mucho este olvidado texto, y al hacerlo lo presentó diciendo: «En las vastas enciclopedias que aparecen en el siglo XIII se encuentran Bestiarios y Lapidarios y otras obras con títulos como estos: Imagen del Mundo, Mapamundi, Espejo del Mundo, Pequeña Filosofía, Luz de los Laicos, Naturaleza de las Cosas, Propiedades de las Cosas. Estas obras, en latín o en francés, en verso o en prosa, teológicas, filosóficas, geográficas, son en lo general compilaciones sin originalidad, cuyos materiales se han tomado a diestra y siniestra de autores sagrados y profanos -—Aristóteles, Plinio, Solín, Isidoro de Sevilla, Honorio de Autin— o del Antiguo y el Nuevo Testamento, de los Padres de la Iglesia, de los fisiólogos Paladio, Isaac, Jacques Vitry... De la Imago Mundi, de Gautier de Metz, tenemos dos redacciones, una de siete mil versos de 1245, y otra revisada y aumentada con cosa de cuatro mil versos, de 1247...»


Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972

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