14 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (1)

Una de las cosas más extraordinarias que pueden decirse de Charles Darwin es que fue uno de esos hombres cuya carrera, de forma inesperada, se decide por un sencillo golpe del azar. De los primeros veintidós años de su vida nada puede contarse apenas; no revelaron ningún talento especial. Luego, de repente, se le ofrece una gran ocasión: las cosas se hallan en el fiel de la balanza, pueden inclinarse de un lado o del otro; pero la suerte se interpone, o más bien una serie de acon­tecimientos en cadena y el destino lo levanta en sus alas para elevarle a lo alto y no volver a dejarle caer. Todo se nos antoja ahora inevitable, predestinado, pero la verdad es que en 1831 nadie en Inglaterra, y ciertamente, tampoco el propio Darwin tenía la menor idea del extraordinario porvenir que le aguardaba y es imposible reconocer en el hombre cavi­loso y enfermo de sus años maduros al joven extrovertido y lleno de vitalidad que emprendió la gran aventura de su vida, el viaje del Beagle.
Los acontecimientos se sucedieron tan de prisa que el propio Darwin apenas pudo darse cuenta de lo que le estaba pasando. El día 5 de septiembre de 1831 recibió un aviso para que fuera a Londres a encontrarse con Robert FitzRoy, capi­tán del barco de Su Majestad, el Beagle, al que enviaba el Almirantazgo en viaje alrededor del mundo, con la propuesta de que desempeñara en el equipo el puesto de naturalista. Era una propuesta sorprendente. Darwin tenía solo veintidós años, no había visto nunca al capitán FitzRoy y ni siquiera había oído hablar del Beagle una semana antes. Su juventud, su inexperiencia, hasta el ambiente en el que había vivido
parecían estar en contra, y, sin embargo, a pesar de todas estas cosas desfavorables, FitzRoy y Darwin se entendieron perfec­tamente y el ofrecimiento quedó hecho en firme. El Beagle, le explicó el capitán, era un barco pequeño, pero muy bueno. FitzRoy lo conocía bien, porque lo había mandado en un viaje precedente a la América del Sur y lo había devuelto sano y salvo a Inglaterra. El barco iba a ser enteramente restaurado en Plymouth y contaba con una dotación espléndida; varios de sus hombres habían hecho el viaje anteriormente con él y se habían ofrecido como voluntarios para esta expedición. La expedición tenía dos propósitos: en primer lugar seguir elabo­rando el mapa de la costa de la América del Sur, y en segundo lugar, fijar de manera más exacta la longitud, estableciendo una serie de cómputos cronológicos alrededor del mundo. El barco estaría listo en el plazo de unas semanas y su viaje duraría dos años o más, quizá tres o cuatro; pero Darwin podía aban­donarlo cuando quisiera y volverse a casa. El joven naturalista tendría ocasiones frecuentes de bajar a tierra y en el curso del viaje se harían una serie de cosas interesantes y fascinantes, como explorar ríos y montes desconocidos, visitar islas de coral en los trópicos y acercarse hasta el extremo sur del con­tinente, la región de los hielos. Sin duda ninguna, aquella pro­puesta era una maravilla. «Hay un momento de plenitud en la vida de los hombres —escribió Darwin a su hermana Susana—', y creo que ha llegado el mío.»
En efecto, Darwin era un hombre afortunado en todos los sentidos. En primer lugar, se entendió muy bien con FitzRoy en la primera entrevista a pesar de que era difícil imaginar que hubiese en Inglaterra dos tipos tan distintos por su naturaleza y por su educación. En casi todas las cosas eran opuestos. Mientras que los Darwin eran whigs acomodados y liberales, los FitzRoy podían considerarse decididamente aristócratas y tories. Charles Darwin era hijo de un médico de provincias, de gran reputación, y nieto de otro médico, el doctor Erasmus Darwin, que no solo había conseguido un gran nombre, como médico y como escritor en verso sobre temas científicos, sino que además había hecho una bonita fortuna. Los FitzRoy descendían por línea bastarda de Carlos II y de Bárbara Villers, la duquesa de Cleveland, su amante, y Robert FitzRoy era hijo de lord Charles FitzRoy y nieto del duque de Grafton, así como sobrino de Castlereagh. El capitán estaba poseído de su papel. Tenía una cabeza orgullosa y autoritaria, una expresión desdeñosa, y aunque su figura era más bien poca cosa, el empaque y el porte denunciaban a un hombre avezado a que le trataran siempre con toda clase de respetos. A pesar de ello, había llevado, al revés que Darwin, una vida difícil y sacrifi­cada; desde los catorce años, edad en que entró a servir en la Marina procedente del Royal Naval College, fue mirado como un oficial de talento excepcional. En un tiempo en que el ascenso se otorgaba pronto a los hombres notables, especialmente si tenían buenas relaciones, resultaba extraordinario, a pesar de todo, que a los veintitrés años hubiese estado al mando del Bealte en su viaje anterior. FitzRoy era hombre de tempera­mento autoritario. Sus ideas eran inalterables. Sabía con clari­dad lo que estaba bien y lo que estaba mal, y sin ser en absoluto un estúpido o una persona ineducada, se mostraba intolerante con toda clase de discusiones y de medias tintas. Era, además, un hombre profundamente religioso. Creía a pies juntillas en todo lo que decía la Biblia y aquella certidumbre espiritual se trasladaba a su vida práctica. En su alcázar de proa era orde­nancista. Al lado de esto tenía otras virtudes que hacían juego: era enormente valeroso, hombre de muchos recursos, eficiente y justo. Pero había otro aspecto de su carácter menos claro: debajo de este barniz impoluto latía una inquietud sofocada, un anhelo de algo que echaba en falta, quizá cariño y afecto, y todo ello ascendía con violencia a la superficie en forma de actos de generosidad extraordinaria y de arrepentimiento.
En aquella naturaleza no había compromisos, ni tiras y aflojas; no tenía paciencia y por ello oscilaba entre momentos de entusiasmo y de depresión.
FitzRoy estuvo un poco tieso en la primera entrevista. Era, en definitiva, hombre arrogante y sabía que Darwin era liberal. Cuando Darwin entró en la habitación en que él estaba; en seguida le desagradó su nariz; no era la clase de nariz que podía aguantar los rigores de un viaje alrededor del mundo; pero el buen carácter de Darwin, su naturalidad y su entusiasmo borraron todas las tiesuras; antes de que hubiese concluido la entrevista, FitzRoy le rogaba que no se apresurase en dar una respuesta definitiva y le tranquilizaba respecto a los terrores de una travesía marítima. El capitán pareció haberse dado cuenta de que tenía entre las manos a un joven excepcional, quizá dema­siado ingenuo, un poco acostumbrado a la buena vida, pero deci­didamente inteligente. ¿Sería lo bastante duro para la empresa que le aguardaba? Esta era la cuestión. ¿Se derrumbaría cuando llegara el momento de enfrentarse con el mar?
Darwin, por su parte, quedó encantado hasta lo indecible. Nunca había encontrado un tipo semejante, un hombre de modales tan exquisitos, de tal autoridad y energía, de tal comprensión: era el bello ideal, the very beau ideal, de lo que un marino tenía que ser. Cabe sospechar también que Darwin se dio cuenta claramente de las dudas que asediaban a FitzRoy; esto es, de la sospecha de que aquella misión fuera demasiado para un joven como él. Aquella misión era un desafío. Pues bien, él decidía aceptarlo y demostraría a aquel hombre extra­ordinario lo que él era capaz de hacer. No le decepcionaría.
Permítasenos echar, por un momento, una mirada retros­pectiva a la vida de Darwin antes de esta ocasión crucial, antes de la entrevista que fue causa de un viaje del que iba a surgir EL origen de las especies y el fundamento de las ideas que han cambiado nuestras vidas. Permítasenos que olvidemos a ese hombre de avanzada edad, triste, siempre excesivamente abrigado que es la imagen que todo el mundo conoce de Charles Darwin, y volvamos la vista hacia el joven de 1831, que acababa de recibir su grado de bachiller en artes en Cambridge. Un espectador que estuviese en el bonito patio de Christ's College hubiese podido verle volviendo de la caza: no era un adonis aquel joven alto, esbelto, de chaqueta roja; pero tenía un rostro agradable, una cabeza bien dibujada con frente ancha, unos ojos azules de mirada franca y cariñosa y una tez fresca, la tez de un hombre de veintidós años que ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre. No llevaba barba todavía, pero sí patillas. Un caballerizo recogería su caballo en el patio y el muchacho subiría ágilmente la corta escalera de piedra, que llevaba al segundo piso, donde vivía en una estancia amplia, cuadrada, con las paredes recubiertas de madera, calentada en invierno por una chimenea de leños. El Christ's College en aquellos días tenía la reputación de ser el más apropiado para la gente aficionada a los caballos, cosa en que encajaba el joven Darwin perfectamente, ya que le gustaba montar y cazar sin medida y en su cuarto solía prac­ticar el tiro al blanco disparando de espaldas con ayuda de un espejo; si organizaba una pequeña fiesta, hacía que uno de sus camaradas levantara un candelabro con las velas encendidas y las iba apagando, una tras otra, con cartuchos cargados sola­mente con pólvora. Se bebía también bastante en aquellas fies­tas de camaradas; Darwin era miembro del Glutton Club y las veladas acababan generalmente con un poco de música y una partida de vingt-et-un.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicadp en Revista de Occidente. Agosto de 1970

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