18 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (5)

Luego estaban los nativos de la Tierra del Fuego. York Minster era un tipo taciturno y extraño, pero parecía claro que estaba tomando mucho cariño a Fuegia Basket y ella a él. Jemmy Button era el favorito de todos. Darwin parece que los quería a los tres, y como único hombre universitario a bordo, probablemente echó una mano en la educación de Fuegia Basket. Pero se sentía particularmente ligado a Jemmy. El chico era un dandy, con sus guantes de cabritilla y sus botas altas, brillantes como un espejo. Acostumbrado a la vida del mar, no podía comprender por qué se mareaba Darwin. Cuando Darwin estaba enfermo, él le miraba asombrado, murmurando: "Pobrecillo, pobrecillo." Los nativos de la Tierra del Fuego tenían una vista extraordinaria, mucho más aguda que los marineros, y cuando Jemmy se enfadaba con el oficial de guardia, solía decir: «Yo ver barco; yo no decir a ti...»
El barco iba a buena marcha haciendo como término medio ciento sesenta millas cada veinticuatro horas. Sesenta y tres días después de salir de Inglaterra llegaron al Brasil y desem­barcaron en la hermosa y antigua ciudad de Bahía, situada en medio de un bosque de bananeros, naranjos y cocoteros. La primera impresión de Darwin fue de deslumbramiento: «Mara­villoso es una palabra débil para expresar los sentimientos de un naturalista que por vez primera se encuentra en una selva brasileña», escribió en su Diario. Se sentía como un ciego que acabara de recobrar la vista, contemplando aquel escenario incomparable, como si fuera «un cuento de las mil y una noches». En la mañana del 4 de abril, el Beagle entró en el puerto de Río de Janeiro, envuelto en luz resplandeciente. Trasportado de gozo ante la perspectiva de poder salir del barco y empezar a trabajar y coleccionar especies botánicas, Darwin se lanzó a tierra y en seguida se instaló en la ciudad. Al fin podría dar prueba de su talento de científico e incluso, con un poco de suerte, hacer algo por complacer a FitzRoy, relacionando sus descubrimientos con las grandes verdades religiosas de la Biblia.
Al cabo de tres días, Darwin logró ponerse de acuerdo con un irlandés llamado Patrick Lennon, que salía a visitar su plantación de café, a cien millas al Norte, para acompañarle. El grupo se componía de siete personas, que irían todas ellas a caballo. Con una temperatura sofocante, siguieron la costa durante los primeros días y luego se metieron en el interior, en la selva húmeda tropical. Decir que Darwin era feliz, no es suficiente; estaba asombrado, entusiasmado, extático. A su alrededor todo eran árboles de ceiba, palmeras como abanicos, con tallos tan altos como mástiles de buque y con un follaje que ocultaba el sol. De las ramas más altas caían los líquenes y las lianas, entrecruzándose al través de la luz verdosa y en el silencio y la calma del mediodía, la enorme mariposa azul llamada morpho atravesaba el aire con las alas desplegadas. El aire estaba lleno del perfume de plantas aromáticas, alcanfor, pimienta, cinamomo y clavo. Luego estaban allí las monstruosas montañas de hormigas, de doce pies de altura, las orquídeas parásitas saliendo del tronco de los árboles, y los increíbles pájaros brillantes, tucanes, papagayos, el pequeño colibrí, con sus alas invisibles zumbando, posado sobre una flor... Darwin hacía anotaciones rápidas entusiásticas, en sus cuadernos de notas al pasar: «Tallos enlazando tallos, cruzándose como las trenzas del pelo, lepidópteros maravillosos, silencio... Hosanna.» En una ocasión llegaron a ver una de las cosas más sorpren­dentes que pueden verse en la selva: una columna de hormigas-soldados; a medida que la horda brillante, negra, de millones de cabezas avanzaba «—la columna tenía cientos de yardas de longitud-— todas las cosas vivientes con que se cruzaba en el camino eran presas del pánico. Era asombroso ver a los lagartos, las cucarachas y las arañas correr locos de miedo y caer atra­pados por un rápido movimiento circular de la columna de las hormigas; en un santiamén la columna había caído sobre su presa. La descripción que hace Darwin de estas hormigas y sus deducciones proporcionó una base para toda la inves­tigación científica que luego se ha hecho sobre este tema. «En este caso —escribió más tarde—, la selección se ha apli­cado a la familia, y no al individuo, con el fin de proporcionar un fin útil.» Este fin es el bien de la colonia, en la que los indi­viduos realmente no cuentan. Las hormigas son sordas y casi ciegas y se mueven como células de un organismo gigante, impulsadas por un instinto ciego.
Entre estas bellezas había también algunas amenazas. Nada estaba a salvo. Devorar o ser devorado; esta era la condición de la existencia y el débil tenía que camuflarse para sobrevivir. En el jarro de coleccionista de Darwin fueron a parar «el palo ambulante», un insecto que se parece a una pajita, la inofensiva mariposa nocturna que se disfraza de escorpión, el escarabajo que adopta los colores de un fruto venenoso para huir de los pájaros... Observó que las antenas de ciertas especies de insectos eran meramente ornamentales, hechas para la atracción sexual, pero que la mayor parte de los rasgos de los animales habían sido creados con la idea de engañar: algunas mariposas, por ejemplo, tenían alas con agujeros, imitando hojas secas; otras, como la mariposa cósmida, parecían flores marchitas, otras tenían falsos ojos, luminosos y brillantes. Algunos insectos se protegían de otro modo no menos curioso: la mariposa llamada helconia tenía un sabor tan desagradable que los animales de presa no querían atraparla, y así otras especies que eran comestibles se disfrazaban con los colores de la heliconia. Una vez más, las ideas que le acudieron a Darwin con la vista y el estudio de estos insectos brasileños dieron fruto veinte años más tarde y le proporcionaron una prueba viva de su teoría de la selección natural: «Dando por supuesto que un insecto originalmente se habría parecido en algún grado a una ramita seca o a una hoja caída y que ello variaba levemente de varias maneras, todas las variaciones que hacían a los insectos más semejantes a ese objeto que podía ser respetado se conservaban mientras que las otras variaciones se perdieron; o bien, si esas variaciones hacían al insecto menos semejante al objeto imitado fueron eliminadas.»
¡Cómo hubiese disfrutado Henslow con todo esto! «Nunca he tenido una experiencia tan extraordinaria —le escribió Darwin a su maestro, entusiásticamente—. Antes admiraba a Humboldt; ahora le adoro; solamente él ha podido dar una idea de las sensaciones que se experimentan al entrar por vez primera en los trópicos... En estos momentos estoy metido de lleno con las arañas... y si no me engaño, he logrado atrapar algunas especies nuevas. Le enviaré pronto una gran caja a Cambridge.»
Y ahora, de repente, Darwin se daba cuenta de que la brutalidad de la naturaleza, la persecución del débil por el fuerte, se aplicaba también a los seres humanos. Habían entrado en una parte de la selva donde el camino se había borrado y un esclavo negro, con una espada, había sido enviado por delante para abrir camino. Darwin trató de hablar al hombre en su español vacilante, ayudándose de gestos un poco exagerados para hacerse comprender, pero aún no había terminado la frase cuando vio con gran sorpresa que el hombre se conducía como si le fueran a golpear. Dejó caer las manos, se puso en actitud sumisa y se cogió la cabeza, esperando que cayera el golpe sobre él. Darwin se quedó horrorizado. ¿Eran todos los esclavos tan fáciles al temor como este, estaban tan asustados? Lennon, que poseía un buen número de esclavos, le tranquilizó. ¿Pero, podía tranquilizarle? En aquellos momentos cabalgaban hacia una colina de desnudo granito, empinada, en donde durante algún tiempo un grupo de esclavos prófugos habían logrado esconderse y habían conseguido arrancar al suelo una manera de vivir. Los esclavos habían construido hasta un pequeño grupo de cabañas con ramas, que eran copia exacta de las que ellos habían habitado, antes de ser capturados, en África. Las cabañas aparecían ahora vacías. Un grupo de soldados brasileños se emboscó y capturó a todos los prófugos, a excep­ción de una mujer, que había preferido darse muerte a la pers­pectiva de ser de nuevo esclavizada; la mujer se lanzó desde lo alto de la colina y se hizo trizas contra las rocas. «Me dijeron en Inglaterra antes de salir —escribió Darwin a su hermana Carolina—, que cuando conociera por mis propios ojos a los esclavos cambiaría mis opiniones; el único cambio que han sufrido es que me he hecho una idea mucho más elevada del carácter de los negros de la que tenía antes.»
Al acercarse a la hacienda de Lennon se disparó un cañón y empezó a tocar una campana para anunciar su llegada. Aquel estampido rasgó el profundo silencio de la selva. Los esclavos de la plantación llegaron en masa a recibirlos. Era un lugar delicioso, una especie de cuadrángulo, rodeado de cabañas de techo de paja, con la vivienda del amo en un lado y, enfrente, los establos, los almacenes de la plantación y los dormitorios de los esclavos. En las habitaciones del amo los sofás y las sillas talladas, que hubieran podido provenir de cualquier salón Vic­toriano, hacían un raro contraste con aquel lugar de paredes encaladas, con los techos de paja y las ventanas sin cristales. Montones de granos de café estaban apilados en el centro del patio y había un gran ir y venir de perros y gallinas, caballos y otros animales de la finca; las mujeres estaban en cuclillas alrededor de sus fogones y los niños, desnudos, jugaban al sol. Se preparó para los huéspedes una comilona fantástica. Darwin había terminado apenas con el pavo cuando tuvo que habérselas con el cerdo asado; mientras, toda la vida palpitante de la hacienda se movía a su alrededor: niños, gallinas, perros, «todas las variedades de viejos galgos», dice Darwin, aparecían por los espacios abiertos de la casa y tenían que ser ahuyentados por un esclavo, cuyo único cometido consistía en eso.
Lennon, dueño y señor de aquel pequeño feudo, resultaba una especie de enigma. Durante el viaje a caballo desde Río de Janeiro, Lennon había dado la impresión a Darwin de una persona razonable y de mente liberal; pero ahora, de repente, y sin razón justificada, se encolerizó de manera violenta con el encargado de la finca, un hombre llamado Cowper. Quizá fuera el calor, quizá la pertinacia de los niños que se entrome­tían, quizá un viejo agravio entre los dos; pero, de cualquier manera, Lennon parecía fuera de sí, por la furia. Anunció que iba a vender a todas las mujeres esclavas y a sus hijos, que serían separados de sus padres y maridos y que los enviaría a Río para venderlos en pública subasta. En particular habló de deshacerse de un niño mulato por quien el encargado sentía mucho afecto. Entonces fue cuando los dos hombres sacaron las pistolas y quizá hubieran empezado a disparar de no haber intervenido Darwin y otros.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

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